«Amanecía y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un… sólo… centímetro… más… Se encresparon sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión —parando, parando, y atascándose de nuevo—, no era un pájaro cualquiera» Richard Bach – Juan Salvador Gaviota, 1970
«El lobo nunca mordía; el hombre algunas veces. Por lo menos, morder era la pretensión de Ursus. Ursus era misántropo y, para subrayar su misantropía, se había hecho titiritero. Y también para vivir, pues el estómago impone sus condiciones. Además, ese titiritero misántropo, sea para complicarse o sea para completarse, era médico. Médico es poco, y era ventrílocuo. Se le veía hablar sin que moviese la boca. Copiaba, hasta el punto de que se los confundía, el acento y la pronunciación de cualquiera; imitaba las voces de modo que se creía oír a las personas. Él solo producía el murmullo de una multitud, lo que le daba derecho al título de engastrimita. Él se lo apropiaba.» Víctor Hugo – El hombre que ríe
La sobrecogedora rareza de Víctor Hugo tuvo una impresionante versión cinematográfica dirigida en 1928 por Paul Leni y protagonizada por Conrad Veidt. En Queja y Cine publicaron una buena entrada sobre ella – que incluye, además, un enlace para ver en Youtube la película completa.
Conrad Veidt fue uno de los más famosos actores alemanes en la gran época del expresionismo alemán y su filmografía abarca títulos desde El Gabinete del doctor Caligari hasta Casablanca, lo que es todo un camino por recorrer. Fue también un hombre culto y comprometido en unos años en los que su país se fue al infierno: recomiendo darle un vistazo al menos a su artículo en wikipedia o, si se quedan con ganas de más, al extracto de sus memorias publicado en Señor Formica. Y sí: Bill Finger y Bob Kane usaron su caracterización como Gwynplaine para crear al Joker.
Paul Leni emigró a Hollywood en 1927 – el mismo año que Veidt – y de inmediato empezó a rodar para Universal Studios. Quizás estaba destinado al triunfo, como tantos otros ilustres exiliados en aquella misma época (de Lubitsch a Wilder, de Preminger a Zinnemann) pero murió en 1929, al poco de cumplir los cuarenta y cuatro años. En 1930, Universal inició su cadena de éxitos más recordada con las películas de terror de Tod Browning y James Whale (Drácula, Frankenstein) – que tanto en común tienen con el expresionismo alemán y con la obra del propio Leni.
En Bartleby y compañía Enrique Vila-Matas recoge otra cita de Víctor Hugo:
«Hay algunos hombres misteriosos que no pueden ser sino grandes. ¿Por qué lo son? Ni ellos mismos lo saben. ¿Lo sabe acaso quien los ha enviado? Tienen en la pupila una visión terrible que nunca los abandona. Han visto el océano como Homero, el Cáucaso como Esquilo, Roma como Juvenal, el infierno como Dante, el paraíso como Milton, al hombre como Shakespeare. Ebrios de ensoñación e intuición en su avance casi inconsciente sobre las aguas del abismo, han atravesado el rayo extraño de lo ideal, y éste les ha penetrado para siempre… Un pálido sudario de luz les cubre el rostro. El alma les sale por los poros. ¿Qué alma? Dios.»
Yo no sé si Leni era uno de los elegidos de los que habla Víctor Hugo; lo que sí tengo claro es que, al contrario de los autores que Vila-Matas recoge en su libro, él tenía intención de seguir creando tanto como le fuera posible.
Y al final todo quedó en ruido.
Ruido de palabras, Ruido de miradas, Ruido de escaleras Que se acaban por bajar.
Ruido de (demasiados) cuentos, Ruido de (demasiados) egos, Ruido años perdidos, Ruido embrutecido.
Se borraron las pisadas, Tan poco silencio, Se apagaron los latidos, Tampoco el silencio.
Y al final números rojos En la cueva del olvido, Y hubo tanto ruido Que al final llegó el final.
Yo no he estado, pero dice la wikipedia que Baker Street es una calle londinense del West End, la zona acomodada de la ciudad, y se extiende hacia el sur desde Regent’s Park hasta Oxford Street. Para quienes no residimos en la ciudad y además somos aficionados a cierto tipo de lecturas, su dirección más significativa es el número 221B, la casa en el que la Señora Hudson hospedó a Sherlock Holmes. El personaje creado por Arthur Conan Doyle, si bien no puede decirse que fuese el primero, se convirtió en poco tiempo en el arquetipo de los detectives de ficción de la novela policial. En realidad, el inmueble 221B de Baker Street nunca ha existido: el escritor utilizó un juego – crear o nombrar un lugar ficticio dentro de otro real y hasta fácil de reconocer – que ha tenido innumerables practicantes en todo tipo de narrativas, desde la Vetusta de Clarín al curioso caso de Gotham/Metropolí de los cómics DC, las dos caras de Nueva York según el protagonista sea Batman o Superman.
El género detectivesco sufrió pocos años después una auténtica revolución, surgida desde las más humildes editoriales norteamericanas – las de las novelas de a centavo o pulp – en la que una serie de autores encabezados por Dashiell Hammet decidieron que la inteligencia del protagonista o la propia resolución del crimen tenía menos importancia que el retrato, a menudo duro y despiadado, de ciertos estratos de la sociedad – tramposos, corruptos, perdedores – con la que la mayoría de los detectives anteriores no habían querido mezclarse. Se llamó Novela Negra y pronto se apoderó de la práctica totalidad del género, con versiones diferentes en casi cualquier lugar del mundo.
Baker Street es también una canción que narra una historia de perdedores, desarraigados en la ciudad y aficionados al frasco, que sueñan sin mucha esperanza en salir algún día de la miseria y la alienación. La escribió Gerry Rafferty, un músico escocés que en distintos momentos de los ’70 pareció capaz de encontrar un sitio entre los más grandes. Se movía con soltura en ese espacio que va desde el Dylan menos arisco al soft rock californiano, sin olvidar los logros del pop rock inteligente británico. De músico callejero pasó a tener éxitos locales con The Humblebums y luego ya auténticos números 1 integrado en Stealers Wheels, aunque el grupo se deshizo casi de inmediato entre una catarata de querellas cruzadas que le dejaron tres años sin poder grabar. Hasta 1978 no logró publicar City to City, el disco por el que será recordado y que incluye Baker Street. Pero para bien o para mal, la marea punk cambió el paradigma de la música rock y la carrera de Rafferty se diluyó en la indiferencia, salvo tal vez a nivel local y unos cuantos irredentos desperdigados por el mundo.
En 1991 Baker Street – la canción – era carne de emisora oldie y City to City sólo una portada habitual en los catálogos de serie media de las discográficas. En Los Angeles un ratón de videoclub, friki de la cultura popular más básica, está a punto de estrenar su primera película como director, un argumento de serie negra pura tratado con la frialdad y el minimalismo del polar francés y ambientada con una exquisita selección de oscuros éxitos menores de los ’70. En la escena que se convirtió en el mascarón de proa de la película sonaba Stuck in the middle with you, de Stealers Wheels. Sí, el grupo de Rafferty. Las ventas del catalogo subieron como la espuma.
Reservoir Dogs – la película de la que hablamos – convierte a Quentin Tarantino – el ratón de video club – en el director con el que en Hollywood todos quieren trabajar, ya sea estrella en declive como Travolta o en pleno auge como Bruce Willis. Él responde con una obra maestra absoluta de la cultura popular: Pulp Fiction – un título que es todo un homenaje –, una actualización de historias añejas que gran parte del público reconoce como parte de un acervo propio: el boxeador sonado, los torpedos – matones por encargo o la mujer fatal, bella y peligrosa. Para la banda sonora, el director recurre en esta ocasión a la música surf de los primeros ’60, pero tampoco olvida a contemporáneos y de estética similar a nuestro Gerry: Neil Diamond, aunque interpretado por Urge Overkill, suena en una de las escenas más sugerentes de Uma Thurman.
Tarantino decía, al menos en aquellos años, que siempre tenía la música en la cabeza cuando escribía una escena y que si no conseguía los derechos tenía que escribirla de otra forma. Resulta curioso que la escena de la muerte de Vincent Vega, una de las más impactantes del guión, quedase sin música en el montaje final. ¿La pensó siempre así Tarantino?
Pd. Toda esta parrafada es la introducción al nuevo relato de nuestro Club de Lectura. Si todo va como debiera, lo tendrán en su correo en un plazo muy breve – y si todavía no se han suscrito, siempre pueden hacerlo en este enlace, como siempre sin compromiso y de manera totalmente gratuita.