Amadeo Oliván apuró su martini y dejó la copa sobre la barra. Bailoteó el pipo de la aceituna entre sus labios cerrados. Nunca dejó de mirar a Del Saco. Del Saco no era lo que parecía. No era viejo. No era lento. No era servil. Se contaban muchas cosas feas sobre él desde que empezó a hacerse un nombre en los mercados de Legazpi. Tenía unas manos enormes e inclinaba la cabeza al hablar, por lo que siempre daba la sensación de mirar mal, de estar a punto de liarse a guantazos. Tenía el pelo cano y los hombros cargados. Tenía las ojeras abultadas y las mejillas hundidas. Parecía un enterrador y no lo era. En sentido estricto, no.