
«Encendió la linterna, diciéndose que no necesitaba otra compañía. Sí, allí, comprimido en una flor japonesa de papel, estaba todo el tiempo. La memoria lo rozaría apenas y todo se desplegaría en el agua clara de la mente, en capullos hermosos, en brisas primaverales, de tamaño mayor que el natural. Si abría los cajones del escritorio, encontraría tías y primas y abuelas, armiñadas en polvo. Sí, aquí estaba el Tiempo. Se lo sentía respirar, un reloj atmosférico en lugar de un reloj mecánico.
Ahora la casa, abajo, era tan remota como un día del pasado. El señor Finch entornó los ojos y miró y miró a un lado y a otro de la expectante bohardilla.
Allí, en la araña de caireles, había arcos iris y mañanas y mediodías tan claros como ríos nuevos que fluían retrocediendo interminablemente en el tiempo. La linterna los iluminaba y los animaba, los arcos iris saltaban doblando y coloreando las sombras, y los colores eran como ciruelas y frutillas y uvas, como limones abiertos y como el color del cielo cuando las nubes retroceden después de la tormenta y se ve que el azul estaba allí. Y el polvo de la bohardilla era incienso que ardía incesantemente. Bastaba que uno escudriñara las llamas. «
Ray Bradbury – El aroma de la zarzaparrilla – Remedio para melancólicos,1960