
«Al octavo día, llegaron a una isla rocosa y áspera, llena de escoria y de forjas y que carecía de hierba y árboles. Esto preocupó a Brendan, pero el viento los arrastró directamente a ella y pudieron oír el sonido de los fuelles y el estampido del martillo contra el yunque. De una de las forjas salió un isleño, vio al curragh y volvió a entrar en aquélla. Brendan indicó a sus monjes que remasen y que izasen la vela para salir de allí lo antes posible. Pero, mientras decía esto, el isleño reapareció y les lanzó un gran trozo de escoria. Pasó a más de doscientos metros de sus cabezas y, donde cayó, las aguas entraron en ebullición y se elevó una columna de humo como si procediese de un horno. Una vez que el curragh se hubo alejado alrededor de una milla, aparecieron más habitantes de la isla, quienes se dirigieron a la playa y comenzaron a lanzar más trozos de escoria a los monjes. Daba la impresión de que toda la isla estaba en llamas. La mar hervía, los aullidos llenaban el aire e, incluso cuando ya no alcanzaban a ver la isla, les llegaba su hedor. Brendan les dijo que habían estado al borde del Infierno.