Islas

Viajes

«Al octavo día, llegaron a una isla rocosa y áspera, llena de escoria y de forjas y que carecía de hierba y árboles. Esto preocupó a Brendan, pero el viento los arrastró directamente a ella y pudieron oír el sonido de los fuelles y el estampido del martillo contra el yunque. De una de las forjas salió un isleño, vio al curragh y volvió a entrar en aquélla. Brendan indicó a sus monjes que remasen y que izasen la vela para salir de allí lo antes posible. Pero, mientras decía esto, el isleño reapareció y les lanzó un gran trozo de escoria. Pasó a más de doscientos metros de sus cabezas y, donde cayó, las aguas entraron en ebullición y se elevó una columna de humo como si procediese de un horno. Una vez que el curragh se hubo alejado alrededor de una milla, aparecieron más habitantes de la isla, quienes se dirigieron a la playa y comenzaron a lanzar más trozos de escoria a los monjes. Daba la impresión de que toda la isla estaba en llamas. La mar hervía, los aullidos llenaban el aire e, incluso cuando ya no alcanzaban a ver la isla, les llegaba su hedor. Brendan les dijo que habían estado al borde del Infierno.

Lanzamiento

Viajes

«Impulsé aquella barca mar adentro como desde una rampa de lanzamiento, como un pájaro que despliega sus alas en la cima de un acantilado y permanece suspendido en el aire. Experimenté una sensación de libertad, una impresión desmedida de júbilo… como si realmente fuese un pájaro intentando volar por vez primera. Todo —lo inesperado, lo funesto y lo más afortunado— parecía planeado como si yo no fuese más que un lego sobre el que la aventura hubiese querido descargar su desconcertante imprevisión; pero cuando la barca comenzó a avanzar, sentí de algún modo que en esta huida tenía que arreglármelas solo»
Joseph Conrad, Ford Maddox Ford – La aventura

Pedro Pablo Gaviota

Fotografía

«Amanecía y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un… sólo… centímetro… más… Se encresparon sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión —parando, parando, y atascándose de nuevo—, no era un pájaro cualquiera»
Richard Bach – Juan Salvador Gaviota, 1970

Hay un escritor

Relatos Propios

Hay un escritor que debe escribir un cuento:

«[…]Desde entonces Sarah Winchester dedicó su vida a la construcción de la mansión que hoy lleva su nombre; un edificio imposible, inhabitable, con puertas que se abren al vacío, escaleras que acaban contra los muros y salones sin acceso… Un dibujo de Escher erigido en ladrillo y estuco. Durante cuarenta años, hasta el mismo momento de su muerte, Sarah dirigió personalmente las obras, sin un solo día de descanso. Se piensa que quiso así tener ocupados a los malos espíritus, perdidos en el laberinto en el que convirtió su mansión.»