«Amanecía y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un… sólo… centímetro… más… Se encresparon sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión —parando, parando, y atascándose de nuevo—, no era un pájaro cualquiera» Richard Bach – Juan Salvador Gaviota, 1970
Concentradísimo, agachado sobre el cascabel del cañón número 11, el torso desnudo mostrando la piel llena de tatuajes que parece una capilla azul, trocado el gorro de artillero por un pañuelo en torno a la frente, la coleta bien atada en la nuca y los ojos entornados para que no lo deslumbre la claridad de afuera, el cabo Pernas sostiene en alto el tirador de la llave de disparo. A su lado, con un grueso cartucho de pólvora en una mano, dispuesto a pasarlo en cuanto se le reclame, y comiéndose las uñas de la otra, Nicolás Marrajo intenta no pensar en nada. En torno a la cureña que sostiene el pesado tubo de hierro negro, los otros diez servidores aguardan como él, intentando ver algo a través de la porta levantada, por la que sólo se distingue el mar a un lado y al otro las velas de cuatro navíos franceses que se alejan hacia el sudoeste, en alguna maniobra cuya comprensión escapa a los hombres confinados en la batería principal del Antilla. La misma escena se repite en cada uno de los otros trece cañones de la banda de estribor, entre el humo de las mechas que arden despació en sus tinas. El silencio de los hombres es absoluto, y sólo lo turban el cañoneo lejano que se oye afuera, el ruido del agua al pie mismo de la portería y los crujidos del navío al moverse despacio en la marejada. Callan todos: los dos oficiales de la batería, el tambor con las baquetas apoyadas en el parche esperando la orden de redoblar a combate, los infantes de marina de guardia en las escotillas o dispuestos en grupos para tirar por las portas, los pajes y grumetes encargados de la cartuchería junto a la escotilla del pañol de la pólvora. En mi perra vida, piensa Marrajo, hubiera creído que trescientos tíos pudieran estar callados de esta manera. Y la verdad es que acojona.
–Ahí asoman… Atentos a la orden… Atentos.
Marrajo, como sus compañeros, no sabe qué diablos va a asomar, ni por dónde. Salvo que están a punto de intervenir en una batalla enorme, ignora todo lo que está ocurriendo afuera. Si ganan. Si pierden. Si empatan. Ni siquiera el veterano Pernas, con todo su golpe de coleta y sus tatuajes de vírgenes y cristos, tiene pajolera idea de lo que ocurre, aunque tenga más posibilidades de imaginarlo. Hasta puede que el propio don Ricardo Maqua y el joven teniente de artillería no sepan mucho más. Tampoco es que haga mucha falta, piensa el gaditano con amargura, mirando de reojo la frente arrugada y la boca muy abierta de su compadre Curro Ortega. Lo que se espera de ellos, como del resto de los hombres de la primera batería, es que cuando empiece la acción carguen y disparen, carguen y disparen sin descanso, hasta que sean heridos, mueran, se rindan o venzan. Y no hay más.»
Amigos, comienza el verano en serio y, al menos para mí, es una estación que se lleva mal con esto de mantener un blog con una actividad decente. Así que, como todos los años, doy un pasito de lado y reduzco la presencia: seguiré publicando algunas cosas, tanto aquí como en las demás redes, intentaré estar al tanto de sus noticias… pero desde una distancia más amplia de lo habitual.
Así que disfruten el verano, quienes puedan y quieran y volveremos en serio en un par de meses.
«—Esos hombres que habéis traído, ¿qué calidad decís que tienen?
—Bien entrenados, bien equipados y todos ellos devotos de Cristo —contestó Le Mas—. Le exprimí doscientos voluntarios al gobernador Toledo, bajo amenaza de quemar sus galeras. Los demás fueron reclutados en nuestro nombre por el alemán.
La Valette arqueó una ceja.
—Mattias Tannhäuser —dijo Le Mas.
—El primero en advertirnos de los planes de Suleimán —añadió Starkey.